"Cuatro de la mañana. En plena noche, Tito Macio sale de su pequeña habitación rectangular de dos por tres pasos en una de las insulae junto al Tíber, una mínima estancia en la que se le va prácticamente todo el dinero que gana, y sale con destino a su trabajo. [...] Tito Macio entra en el molino. Hay dos lámparas de aceite encendidas en una enorme estancia donde una gigantesca piedra de molino espera para ser girada y así ir moliendo el trigo. Tito Macio coge con ambos brazos el madero que sirve de enganche con la piedra y empieza a empujar. El principio es lo peor, pero una vez que consigue poner en marcha la enorme maquinaria, el impulso de la propia piedra le ayuda a mantenerla en constante movimiento. Así hasta el amanecer, dando vueltas y vueltas sin fin. Con la luz del sol, el molinero le trae algo de agua y unas gachas que Tito devora en unos minutos. Luego vuelta al trabajo hasta el mediodía, donde disfruta de una nueva pausa con alguna fruta que le trae el dueño de la instalación. Después de media hora sigue con su trabajo, dando vueltas y vueltas hasta que se hace de noche. Con la caída del sol, Tito se retira, retorna sobre sus pasos y se refugia en la lúgubre estancia que puede pagarse con la mísera paga que recibe del molinero. Así pasan los días, las semanas, los meses. Roma en guerra, constante, perpetua contra Aníbal. Él, refugiado, escondido, dando vueltas interminables a aquel molino. Sin pasión, sin deseos, sin nada. Un trabajo infinito que le da lo mínimo para comer insuficientemente, pero que le aleja del hambre absoluta y de las peligrosas calles en donde los mendigos y mutilados de guerra intentan subsistir. Por las noches se esconde en su estancia, casi a oscuras, sólo iluminada por una lámpara vieja de aceite que compró a un comerciante del foro con la paga de un mes de trabajo. Luego descubrió que no tenia nada que ver y desde entonces la mantiene apagada. Se queda dos o tres horas a oscuras, en su estancia, escuchando los ruidos de la calle, las voces de las putas, los regateos de los clientes, las órdenes de algún triunviro, una pelea, un pregonero anunciando algún espectáculo. Al final, el sueño se apodera de él, hasta que a las pocas horas, sin saber bien cómo, probablemente empujado por la necesidad de subsistir, se despierta, se levanta de entre las dos mantas que posee, una traída desde Trasimeno, la otra robada en el foro, hace sus necesidades en una vasija que luego vuelca en el otro extremo de la calle y, sin comer nada, parte hacia su triste trabajo. Así pasó un año entero. Con la mente en blanco, aún impactado por la guerra, intentando olvidar las batallas, el ejército, su propia vida, su miseria."
Africanus, el hijo del Consul.
Santiago Posteguillo
Santiago Posteguillo